“Los campos no se compran... ¡se heredan!” (Una agrogarqueta)

Cuando era chico
me gustaba el campo. ¡Qué paisaje ideal me parecía! Qué bellos atardeceres; el
paraíso, los tamarindos, el caballo nochero en el corral, las vacas lecheras en
la manga regurgitando a la noche, los terneritos balando apartados, los perros
echados a la sombra durante el día, el croar de las ranas en la represa, el
benteveo, la calandria; la cocina a leña encendida, el desayuno con el aroma
tan especial de la leche recién hervida, las carneadas, el horno de barro del
que salían exquisiteces que no he vuelto a degustar, el molinillo “Wincharger”
que cargaba la batería para escuchar en la radio la novela, el Glostora Tango
Club y los Pérez García. ¡Qué idílico me parecía! Y cómo lo disfrutaba. Sentía
la humedad de la mañana y el pasto fresco. El olor que subía de la tierra al
recibir las primeras gotas de lluvia. En verano juntar choclos para el locro
sublime que hacía mi madre. Tardes enteras cazando pajaritos con mi hermano
mellizo a pura gomera. Y hasta me caía bien el olor a bosta en los corrales,
porque completaba mi estado de gracia. A la hora del tambo solía entrar para
ayudar al tambero mediero como “apoyador” y ataba los terneros con la manea en
la mano de las vacas para poder ordeñarlas. Después, cuando llegaba “la
Planchada” colaboraba para cargar los tachos de leche. Pero era chico, y
solo comprendía la idealizada visión del paisaje de superficie. Además, me
influían las lecturas del Paturuzú y el Martín Fierro. El campo con sus
leyendas y sus relatos de “aparecidos o de “la luz mala” que metían miedo. Me
ganaba un estereotipo con un halo romántico; era crédulo, inocente, sentía que
la tierra era más buena que el pan. Me gustaban por igual el rancho del tambero
como el casco del patrón, tal vez porque en aquel entonces ignoraba que ambos
extremos se juntaban en la cuenta bancaria de sólo uno de ellos. Pero un chico
puede equivocarse. Y un grande también. Lo cierto es que a mí me gustaba mucho
aunque no fuese mío; tanto, que hasta recuerdo haber garabateado algún verso
que le dediqué. Hoy costaría mucho escribir poesía sobre el campo. Más al de
hoy en día. La soja lo invadió todo con su depredadora “Labranza cero”. El
poema entonces se vuelve prosaico, materialista, hipócrita. No rima, disuena. No canta, desafina.
Y hablando de canto y poesía:
Quién no escuchó o recitó alguna vez ese versito que dice: “En el cielo las estrellas, en el campo
las espinas, y en el medio de mi pecho, la República Argentina”. No sé quién compuso esa cuarteta popular,
y aunque me resultaba simpática y fácil de recitar, hoy no logro entender eso
de atribuirle al campo únicamente las espinas. Porque también tiene otras cosas:
al gaucho no, además de no tener más al “caballito criollo del galope corto
y el aliento largo” a quien montar, para Baldomero Fernández Moreno,
el gaucho no existió, sólo fue un invento de los estancieros para entretener a
los caballos. Más allá de esta feliz ocurrencia metafórica, lo cierto es que ha
pasado a ser una mera creación literaria, una fotografía de Aldo Sessa, o los
almanaques de Molina Campos o en todo caso, algún festival de doma con gauchos
de utilería. El campo, decía, tiene también el ganado, -al que la invasión
sojera cada vez acorrala más-, los silos bolsa y de los otros, las 4 x 4,
-símbolo del poder económico- los arrendadores y los arrendatarios.
¡Y los pooles de siembra! … y también la queja eterna. Porque siempre hay una
lágrima, un rezongo, un descontento, una puteada. Cuando no es por la vaca es
por la leche, cuando no es por la sequía es por demasiado lluvia como ahora, o
el granizo. Cuando no es por el pulgón es por la roya, si no es por el dólar es
por el peso, cuando no es por el gobierno de acá, que tiene la culpa de todo y
si no la tiene, merece tenerla, es por los gobiernos de allá. El campo nunca
está saciado, nunca satisfecho. No hay cosecha que le engorde el bolsillo ni
subsidios que lo compensen como él quiere. No hay cielo estrellado que le quite
su eterna quejumbre. Ese dolor
crónico existencial en estado de conflicto permanente, a su vez, lo ha vuelto muy devoto de la nueva diva del santoral: Santa Soja, que es tan milagrosa que
además de enriquecerlos, embellece a los hombres más feos que hoy consiguen
bellas amantes y hasta ha convertido en “filósofo” al piquetero D’Angeli! . . . Eso sí, discrimina al gordo
D’Elía. Cuando ella derrama sus bendiciones sobre el mar de doradas
chauchas, éstas se convierten en maravillosos dones que, aunque sean materiales
. . . ¡Son divinos!.Pero aquellos que tienen la
propiedad de generosas porciones de patria, se sienten hoy desposeídos ante el
temor de tener que compartir una partecita de su renta. Cíclicamente, fueron
capaces de adueñarse de símbolos como la bandera, el Himno y el poncho. Como el
credo. Como las tierras y como las instituciones. De apropiarse del trabajo
determinando un sistema de ayuno del empleo como receta dietética para mantener
la silueta del mercado. Darse cuerda patriótica sin
autorización de la patria es una grosería cívica. No se sabe qué pensarían
French y Beruti o Belgrano de esta arrogancia de un sector económico, que pretende
que su negocio es tan argentino que se merece la escarapela y toda la celeste y
blanca simbología nacional. No se pueden banalizar los símbolos para lucir
mejor en la televisión y los medios. Bájense un rato de la soberbia. Exhiban ante las
cámaras de TN las escrituras de los terrenitos que poseen. Muéstrenles a los
argentinos pobres el margen de ganancia que tienen. Declaren a los movileros de
cuántas hectáreas son sus chacritas y cuánto vale cada una. Y si quieren
ponerse una escarapela como grupo rebelde no usen la de Argentina. Pónganse una
con una cabeza de novillo o con una plantita de soja.Se visten con lujosas
“pilchas gauchas”, y envueltos con la bandera cantan el himno arrobados de
patriotismo, no obstante, acaparan y contrabandean la producción de la Patria
para estafar a los argentinos. Los puertos de Rosario, Bahía Blanca o Buenos
Aires no son más las principales vías de salida de exportación de la soja, los
insaciables oligarcas están sacando cosechas enteras en contrabando hormiga
hacia el Uruguay, Chile o Paraguay por pasos fronterizos ocultos y en camiones
contratados para evitar la fiscalización de las cargas, que están vendidas de
antemano a sus casas matrices. O a la República Popular China, que envía barcos
de gran porte con contenedores a los pacíficos puertos chilenos. Los dólares de esa producción contrabandeada, fruto del suelo patrio, que es de todos porque es un bien social, quedan depositados en el circuito bancario del Uruguay. Los dólares de esa producción contrabandeada, fruto del suelo patrio, que es de todos porque es un bien social, quedan depositados en el circuito bancario del Uruguay. Entonces . . . ¿Qué habrá que hacer para que el campo, así sea de vez en cuando, deje de quejarse y reconozca una porción de felicidad como cualquier otro argentino de carne y hueso? Porque lo normal, es llorar y reírse, quejarse y gozar alternadamente, y no vivir escondiendo el goce en un clamor egoísta al no querer compartir la suerte, sobre todo si es buena. Porque eso es como si una angurria insaciable, vasta como la pampa húmeda y sojera, se lamentara eternamente insatisfecha. Para consolar a los afortunados del campo argentino no hay bonanza ni terapeuta ni demanda global que valgan. No les basta con el privilegio que les dio la vida de haber podido elegir dónde nacer. ¿Alguna vez acabarán con esa cantinela pedigüeña de que “Nada es suficiente”? ¿De vivir siempre entre el lloro y el rechinar de dientes como dice la Biblia? El campo, que es tan grande, paradójicamente llama a sus cosas en diminutivo: patroncito, peoncito, asadito, ponchito, matecito, chequecito, pesitos, viajecito a Europa, crucerito por el Caribe y ahora pequeño productor. Lo único que al campo le parece grande son los impuestos que maradonianamente elude. Lo cierto es que ya no siento nostalgia por ese campo que tanto me gustaba. Los dorados trigales de enero fueron exterminados por la depredadora soja, glifosato mediante. Y como el yuyo verde también les va quitando la tierra, las vacas ya no pastan en el fragante verdor florecido de la alfalfa, ahora sufren, se angustian y se estresan en el hacinamiento promiscuo de los fit-lot, o en algún cañadón de raquíticos pastos naturales donde han sido confinadas. Y lo que es peor, las nobles caras rústicas y aindiadas de Atahualpa Yupanqui y la “Negra” Sosa por ejemplo, que eran nuestra identidad ante el mundo, fueron forzadas a sufrir crueles mutaciones genéticas. Y hoy como iconos de la argentinidad al palo, están los gordos de la Mesa de Enlace con sus fachas torvas, crispadas, abotagadas, como acuarteladas y con la miseria tatuada en el rostro. Es que la codicia transgénica finalmente acaba esculpiendo las caras que se merece. Aquella grotesca fotografía de los heraldos sojeros en La Rural, con los brazos en alto, celebrando con añejas y costosas etiquetas espumantes, una gesta de angurrientos intereses y generosas ganancias cantando el himno nacional, que milagrosamente sale indemne de cualquier bocaza por desorejada que sea . . . ¡Me cambiaron el bocho! Al campo me lo formatearon y ya nada queda de aquel que me seducía y alimentaba mi imaginación. La flamante agrocracia sojera lo trastrocó todo.Por eso, parafraseando a nuestro ilustre ciego, puedo decir que: No nos desune el amor, sino el desencanto . . . ¡Será por eso que hoy no lo quiero tanto!-