martes, 20 de mayo de 2014

Sobre lloros y rechinar de dientes... Por Delsio Evar Gamboa

“Los campos no se compran... ¡se heredan!”   (Una agrogarqueta)

Cuando era chico me gustaba el campo. ¡Qué paisaje ideal me parecía! Qué bellos atardeceres; el paraíso, los tamarindos, el caballo nochero en el corral, las vacas lecheras en la manga regurgitando a la noche, los terneritos balando apartados, los perros echados a la sombra durante el día, el croar de las ranas en la represa, el benteveo, la calandria; la cocina a leña encendida, el desayuno con el aroma tan especial de la leche recién hervida, las carneadas, el horno de barro del que salían exquisiteces que no he vuelto a degustar, el molinillo “Wincharger” que cargaba la batería para escuchar en la radio la novela, el Glostora Tango Club y los Pérez García. ¡Qué idílico me parecía! Y cómo lo disfrutaba. Sentía la humedad de la mañana y el pasto fresco. El olor que subía de la tierra al recibir las primeras gotas de lluvia. En verano juntar choclos para el locro sublime que hacía mi madre. Tardes enteras cazando pajaritos con mi hermano mellizo a pura gomera. Y hasta me caía bien el olor a bosta en los corrales, porque completaba mi estado de gracia. A la hora del tambo solía entrar para ayudar al tambero mediero como “apoyador” y ataba los terneros con la manea en la mano de las vacas para poder ordeñarlas. Después, cuando llegaba “la Planchada” colaboraba para cargar los tachos de leche.  Pero era chico, y solo comprendía la idealizada visión del paisaje de superficie. Además, me influían las lecturas del Paturuzú y el Martín Fierro. El campo con sus leyendas y sus relatos de “aparecidos o de “la luz mala” que metían miedo. Me ganaba un estereotipo con un halo romántico; era crédulo, inocente, sentía que la tierra era más buena que el pan. Me gustaban por igual el rancho del tambero como el casco del patrón, tal vez porque en aquel entonces ignoraba que ambos extremos se juntaban en la cuenta bancaria de sólo uno de ellos. Pero un chico puede equivocarse. Y un grande también. Lo cierto es que a mí me gustaba mucho aunque no fuese mío; tanto, que hasta recuerdo haber garabateado algún verso que le dediqué. Hoy costaría mucho escribir poesía sobre el campo. Más al de hoy en día. La soja lo invadió todo con su depredadora “Labranza cero”. El poema entonces se vuelve prosaico, materialista, hipócrita. No rima, disuena. No canta, desafina.   
Y hablando de canto y poesía: Quién no escuchó o recitó  alguna vez ese versito que dice: “En el cielo las estrellas, en el campo las espinas, y en el medio de mi pecho, la República Argentina”. No sé quién compuso esa cuarteta popular, y aunque me resultaba simpática y fácil de recitar, hoy no logro entender eso de atribuirle al campo únicamente las espinas. Porque también tiene otras cosas:  al gaucho no, además de no tener más al “caballito criollo del galope corto y el aliento largo” a quien montar, para Baldomero Fernández Moreno, el gaucho no existió, sólo fue un invento de los estancieros para entretener a los caballos. Más allá de esta feliz ocurrencia metafórica, lo cierto es que ha pasado a ser una mera creación literaria, una fotografía de Aldo Sessa, o los almanaques de Molina Campos o en todo caso, algún festival de doma con gauchos de utilería. El campo, decía, tiene también el ganado, -al que la invasión sojera cada vez acorrala más-,  los silos bolsa y de los otros, las 4 x 4, -símbolo del poder económico-  los arrendadores y los arrendatarios.  ¡Y los pooles de siembra! … y también la queja eterna. Porque siempre hay una lágrima, un rezongo, un descontento, una puteada. Cuando no es por la vaca es por la leche, cuando no es por la sequía es por demasiado lluvia como ahora, o el granizo. Cuando no es por el pulgón es por la roya, si no es por el dólar es por el peso, cuando no es por el gobierno de acá, que tiene la culpa de todo y si no la tiene, merece tenerla, es por los gobiernos de allá. El campo nunca está saciado, nunca satisfecho. No hay cosecha que le engorde el bolsillo ni subsidios que lo compensen como él quiere. No hay cielo estrellado que le quite su eterna quejumbre. Ese dolor crónico existencial en estado de conflicto permanente, a su vez, lo ha vuelto muy devoto de la nueva diva del santoral: Santa Soja, que es tan milagrosa que además de enriquecerlos, embellece a los hombres más feos que hoy consiguen bellas amantes y hasta ha convertido en “filósofo” al piquetero D’Angeli! . . .  Eso sí, discrimina al gordo D’Elía.  Cuando ella derrama sus bendiciones sobre el mar de doradas chauchas, éstas se convierten en maravillosos dones que, aunque sean materiales  . . . ¡Son divinos!.Pero aquellos que tienen la propiedad de generosas porciones de patria, se sienten hoy desposeídos ante el temor de tener que compartir una partecita de su renta. Cíclicamente, fueron capaces de adueñarse de símbolos como la bandera, el Himno y el poncho. Como el credo. Como las tierras y como las instituciones. De apropiarse del trabajo determinando un sistema de ayuno del empleo como receta dietética para mantener la silueta del mercado.       Darse cuerda patriótica sin autorización de la patria es una grosería cívica. No se sabe qué pensarían French y Beruti o Belgrano de esta arrogancia de un sector económico, que pretende que su negocio es tan argentino que se merece la escarapela y toda la celeste y blanca simbología nacional. No se pueden banalizar los símbolos para lucir mejor en la televisión y los medios. Bájense un rato de la soberbia. Exhiban ante las cámaras de TN las escrituras de los terrenitos que poseen. Muéstrenles a los argentinos pobres el margen de ganancia que tienen. Declaren a los movileros de cuántas hectáreas son sus chacritas y cuánto vale cada una. Y si quieren ponerse una escarapela como grupo rebelde no usen la de Argentina. Pónganse una con una cabeza de novillo o con una plantita de soja.Se visten con lujosas “pilchas gauchas”, y envueltos con la bandera cantan el himno arrobados de patriotismo, no obstante, acaparan y contrabandean la producción de la Patria para estafar a los argentinos. Los puertos de Rosario, Bahía Blanca o Buenos Aires no son más las principales vías de salida de exportación de la soja, los insaciables oligarcas están sacando cosechas enteras en contrabando hormiga hacia el Uruguay, Chile o Paraguay por pasos fronterizos ocultos y en camiones contratados para evitar la fiscalización de las cargas, que están vendidas de antemano a sus casas matrices. O a la República Popular China, que envía barcos de gran porte con contenedores a los pacíficos puertos chilenos. 
Los dólares de esa producción contrabandeada, fruto del suelo patrio, que es de todos porque es un bien social, quedan depositados en el circuito bancario del Uruguay.      
Los dólares de esa producción contrabandeada, fruto del suelo patrio, que es de todos porque es un bien social, quedan depositados en el circuito bancario del Uruguay.      Entonces . . . ¿Qué habrá que hacer para que el campo, así sea de vez en cuando, deje de quejarse y reconozca una porción de felicidad como cualquier otro argentino de carne y hueso? Porque lo normal, es llorar y reírse, quejarse y gozar alternadamente, y no vivir escondiendo el goce en un clamor egoísta al no querer compartir la suerte, sobre todo si es buena. Porque eso es como si una angurria insaciable, vasta como la pampa húmeda y sojera, se lamentara eternamente insatisfecha.    Para consolar a los afortunados del campo argentino no hay bonanza ni terapeuta ni demanda global que valgan. No les basta con el privilegio que les dio la vida de haber podido elegir dónde nacer. ¿Alguna vez acabarán con esa cantinela pedigüeña de que “Nada es suficiente”? ¿De vivir siempre entre el lloro y el rechinar de dientes como dice la Biblia? El campo, que es tan grande, paradójicamente llama a sus cosas en diminutivo: patroncito, peoncito, asadito, ponchito, matecito, chequecito, pesitos, viajecito a Europa, crucerito por el Caribe y ahora pequeño productor. Lo único que al campo le parece grande son los impuestos que maradonianamente elude.   Lo cierto es que ya no siento nostalgia por ese campo que tanto me gustaba. Los dorados trigales de enero fueron exterminados por la depredadora soja, glifosato mediante. Y como el yuyo verde también les va quitando la tierra, las vacas ya no pastan en el fragante verdor florecido de la alfalfa, ahora sufren, se angustian y se estresan en el hacinamiento promiscuo de los fit-lot, o en algún cañadón de raquíticos pastos naturales donde han sido confinadas. Y lo que es peor, las nobles caras rústicas y aindiadas de Atahualpa Yupanqui y la “Negra” Sosa por ejemplo, que eran nuestra identidad ante el mundo, fueron forzadas a sufrir crueles mutaciones genéticas. Y hoy como iconos de la argentinidad al palo, están los gordos de la Mesa de Enlace con sus fachas torvas, crispadas, abotagadas, como acuarteladas y con la miseria tatuada en el rostro. Es que la codicia transgénica finalmente acaba esculpiendo las caras que se merece.  Aquella grotesca fotografía de los heraldos sojeros en La Rural, con los brazos en alto, celebrando con añejas y costosas etiquetas espumantes, una gesta de angurrientos intereses y generosas ganancias  cantando el himno nacional, que milagrosamente sale indemne de cualquier bocaza por desorejada que sea . . . ¡Me cambiaron el bocho!  Al campo me lo formatearon y ya nada queda de aquel que me seducía y alimentaba mi imaginación. La flamante agrocracia sojera lo trastrocó todo.Por eso, parafraseando a nuestro ilustre ciego, puedo decir que: No nos desune el amor, sino el desencanto . . . ¡Será por eso que hoy no lo quiero tanto!-



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