Los sucesos ocurridos en aquella trágica jornada, de la que se cumple un nuevo aniversario, me fueron narrados por mi hermano mayor y mi cuñada que presenciaron esa monstruosa matanza, cometida por los “Patriotas” de la Revolución libertadora, con la complicidad de la Curia porteña y algunos conspicuos políticos de partidos opositores. Fue un crimen de lesa humanidad que la historia y la justicia aún se empeñan en ignorar. . .

La masacre de Plaza de Mayo del 16 de
Junio de 1955, por el nivel de violencia y ferocidad ejercidas, marca un hito
en las prácticas represivas del poder en la Argentina
contemporánea. La metralla y el bombardeo sobre la población civil indefensa,
dan inicio a un nuevo ciclo de violencia institucional, que sectores
reaccionarios y antidemocráticos ejecutan como forma de resolución de los
conflictos políticos y sociales. Ciclo que se inaugura con esa tragedia y que
se prolonga hasta principios la década del ’80. Esa masacre es mucho más que
una matanza inhumana, o un aberrante crimen de lesa humanidad, es además un
pérfido olvido maliciosamente perpetrado por una historia oficial experta en
cultivar la desmemoria, sobre todo si esa memoria involucra a
sempiternos sectores de poder.
No por casualidad el cruento bombardeo a una ciudad
abierta, sin que mediara guerra civil o convencional, ni siquiera conmoción
interna, es, inexplicablemente -¿o sí? el gran ausente en la historiografía
argentina. Los simples datos de la masacre -400 muertos y 2000 entre
heridos y mutilados- hubieran sido más que suficientes para el castigo y
condena penal y pública de los responsables, tanto en el país, como en el
mundo entero. Si no lo fue, se debió pura y exclusivamente a que los
poderosos que cometieron esta perversidad, -los militares, los partidos
opositores y la Iglesia-
jamás se hicieron cargo de este crimen. Admitirlo, aún hoy, implicaría
reconocer que la violencia política de los años setenta no fue producto de un
supuesto “demonio de ultraizquierda” que habría agredido a su contraparte
satánica de la ultraderecha -esta es la falacia de la teoría de los “dos
demonios”- sino la consecuencia obligada del proceso violento iniciado con el
bombardeo a la Plaza;
el ulterior y cruento derrocamiento del presidente Perón; los fusilamientos
del 9 de Junio de 1956; el de los basurales de José León Suárez; el robo
macabro del cadáver de Eva Perón; la persecución implacable del peronismo; la
confiscación de sus bienes; el Decreto Nº 4161/55; que prohibía nombrarlo; su
proscripción permanente; la payasada trágica de “Azules y Colorados”; la Noche de los Bastones largos;
la masacre
de Trelew en Agosto de 1972; el golpe del 24 de Marzo de 1976; la
instauración del Terrorismo de Estado; el terrorismo económico de Martínez de
Hoz; la guerra de Malvinas y otras mil ignominias más, llevadas a cabo como
siempre por nuestras “gloriosas” Fuerzas Armadas con la complicidad de muchos
dirigentes políticos y los poderes económicos y eclesiásticos que todos
conocemos.
Para toda una generación, la masacre de Plaza de
Mayo fue el germen de una era signada por el odio de la oligarquía hacia los
trabajadores peronistas y las clases bajas de la sociedad, que
inevitablemente sólo podía desembocar en formas cada vez más intensas de
rebeldía popular. Desde los “caños” caseros de la “Resistencia” hasta las
“Formaciones especiales” de los setenta. Los futuros rebeldes que entonces
eran jóvenes pletóricos de ilusiones, fueron marcados para siempre por las
bombas de fragmentación y por las balas trazadoras de las “Oerlikón” 20 mm. con que los aviones
a reacción Gloster Meteor de la
Armada, con la inscripción “Cristo Vence” -para que no
queden dudas- como emblema de guerra, ametrallaban a la multitud inerme que
llenaba la Plaza Por las imágenes
espantosas del trolebús de la línea 305 repleto de pasajeros y destrozado por
las bombas, por los coches calcinados, por los cuerpos descuartizados,
alineados en largas filas sobre el pavimento y cuya sangre al escurrir se
coagulaba en los desagües de las bocas de tormenta. Bajo la llovizna, el
polvo, el clamor de los heridos y el lúgubre ulular de las ambulancias,
mientras los “rebeldes” consumada la masacre, huían al Uruguay. Esos jóvenes
supieron -sin ser adivinos- que los “Señores” del país, en criminal
connivencia, matarían todas las veces que fuera necesario para preservar sus
“sagrados” privilegios.
El manto de olvido que cubre aquellos cuerpos
innominados, fue bordado por los “libertadores” y sus cómplices civiles -los
Zavala Ortiz, los Américo Ghioldi y la Cúpula de la Iglesia porteña- pero
también más acá por los dirigentes del propio justicialismo, que jamás
condenaron esa masacre, y que en junio de 1999, cuando llegaba a su
fin el nefasto decenio neoliberal de Carlos Menem, colocaron una placa de
bronce en la Casa Rosada
con esta leyenda: “El Pueblo de la
Ciudad de Buenos Aires en memoria de los 400 civiles
muertos en el bombardeo de Plaza de
Mayo el 16 de Junio de 1955, y de todos los argentinos víctimas de la
violencia política vivida en la segunda mitad del siglo. Para que nunca más
la intolerancia divida y enfrente a los argentinos. Ministerio del Interior –
Presidencia de la Nación”.
¡Cuatrocientos muertos y ni un sólo nombre! Acaso fue una muestra de buena voluntad en
pro de una reconciliación de la sociedad con sus victimarios, que se trocó en
indigna complicidad cuando Menem besó en la mejilla al fusilador Isaac Rojas,
asistió a su velatorio y compartió el ceño cínico y adusto con el genocida
indultado -por él- Emilio Massera y el
represor y asesino Alfredo Astiz.
Cuatrocientos es sólo un número, la muerte de cada
uno de los caídos en Plaza de Mayo es la verdadera tragedia. Fiel a ello, no
sólo habrá que restituir la identidad a todos los que se puedan exhumar de la
amnesia inducida, sino que se deberá ir en busca de los sobrevivientes que
quedan y rescatar para las generaciones venideras sus testimonios,
seguramente aún estremecidos por aquel horror.
Por eso, cuando se habla de violencia, el término no
se refiere a un concepto genérico. Se habla concretamente de la que es
ejercida impune e históricamente contra el pueblo, la que se inicia con la Masacre Patagónica
de 1921, sigue con la
Década Infame, con el inicuo bombardeo a la Plaza y continúa con los
regímenes autoritarios que desembocan en el Terrorismo de Estado de la última
Dictadura que planificó y aplicó sistemáticamente, el aniquilamiento y
desaparición de 30 mil personas.
Rescatar la identidad de las víctimas será el primer
paso en el camino hacia la verdadera justicia. A esos cuerpos transformados
en un frío número es necesario sustraerlos del anonimato y reconocerlos como
ciudadanos con nombre y apellido, con una ocupación, una familia, una
identidad social y política. La categoría de “anónimas víctimas inocentes”
estaría justificando la muerte de otros supuestamente culpables. ¿Culpables
de qué? ¿De haber concurrido al llamado de un acto en desagravio a la bandera
quemada por activistas de la Acción Católica en el atrio de la Catedral metropolitana?
¿De enfrentar a los aviones con palos, con revólveres y escopetas robadas de
apuro en una armería? ¿Culpables de ser peronistas? Se trata de evitar que esas personas,
eliminadas materialmente, también sean borradas simbólicamente. Se trata de
impedir que nos roben la memoria. Como ocurriría, precisamente, con la
instauración -veinte años después- de la tristemente célebre figura del
desaparecido.
Habría que analizar al mismo tiempo, hasta qué punto
el olvido impuesto sobre aquella infrahumana matanza del 16 de Junio fue el
génesis para que, veinte años después se pudiera concretar el horrendo
genocidio del Terrorismo de Estado que felizmente ahora se está juzgando y
condenado como corresponde.
La masacre de la Plaza perpetrada por instituciones del Estado
contra su propia población desamparada, utilizando equipamiento bélico de la Nación, operando con
uniformes, insignias y grados correspondientes, por los medios estatales
utilizados en su comisión y la infraestructura militar usada para esa acción,
se encuadra fehacientemente como delito de Lesa Humanidad.
Al respecto, con el nuevo corpus de leyes aprobadas
por el Congreso de la Nación,
se abren mayores posibilidades legales para revisar críticamente el pasado.
Si bien es muy cierto que a aquellos sicarios y sus
autores ideológicos ya no los podrá alcanzar el látigo de la justicia para
que paguen su monstruosidad, porque han ido muriendo, no en prisión como
debió haber sido, sino sustraídos a la ley por un carcinoma o un infarto
justiciero. No obstante, una minuciosa investigación con carácter de Política
de Estado los desenmascararía definitivamente -aunque más no sea post mortem-
para que los argentinos conozcan de una buena vez, quienes han sido algunos
de los tantos verdugos que ha tenido la patria . . . ¡Sí, aunque algunos
estén en el bronce!
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