Ese fue el nefasto slogan que inauguró la orgía
privatizadora de la segunda década infame de los ’90, cuyas consecuencias han
sido ruinosas, por lo que hoy, curados de espanto, es imprescindible que todos
los servicios públicos sean administrados por el Estado nacional. Unos cuantos ya han
vuelto como el hijo pródigo, aún faltan varios. La gestión de esas prestaciones
fundamentales es una de las acciones fundantes de un Estado comprometido con la realidad del país, como agente
tutelar regulador de las relaciones en su rol protagónico y recuperador de
servicios estratégicos para poder prestarlos como se debe a la sociedad.
Ello puede ser mediante
un marco normativo a partir de la sanción de nuevas leyes. También por un
proceso de resolución de contratos, o expropiación de las empresas que no
cumplan con las obligaciones asumidas, o a partir de acuerdos en los cuales se
fijen tarifas y pautas que cumplan ambas partes tanto privada como estatal y de
común acuerdo.
Pero vista la realidad del servicio de transporte ferroviario nacional resulta
imprescindible nacionalizado. Deben caer
las concesiones, y asumir el Estado su control operacional, especialmente luego de la tragedia de Once.
El luctuoso accidente ocurrido el 22 de Febrero del año pasado desnudó la
inoperancia absoluta del operador privado, quien no sólo no pudo prevenir un siniestro de tamañas
proporciones sino que no estuvo ni por asomo a la altura que las circunstancia
exigían. Por el contrario, la inmediata intervención y suspensión de la
concesión por parte del Estado, fue una cabal demostración de que esa
prerrogativa no daba para más.
Las responsables de esa
empresa eran las compañías Ferrovías, Metrovías y TBA desplazadas luego de esa
lamentable colisión.
Si bien esos servicios
tuvieron una mejora, las condiciones en que se trasladan millones de ciudadanos
siguen siendo deficientes y peligrosas. Los onerosos subsidios otorgados por el
Estado a los concesionarios, resultaron una chirle mixtura intermedia entre la privatización
y la estatización que no solucionó nada. A la vez, persiste el problema de los
tercerizados, un perverso mecanismo que permite a los burócratas de la Unión Ferroviaria
y las patronales hacer grandes negocios. El asesinato del militante Mariano
Ferreira dejó bien en claro los espurios intereses que en ese sentido están en
juego.
El control estatal, estricto y eficiente como ya ha demostrado el
gobierno en otros casos, permitirá recuperar además, un espíritu de
empresa nacional que logre potenciar las capacidades físicas y humanas de la
misma. Que los
ferrocarriles vuelvan a ser nacionales no es sólo un pedido de amplios segmentos
de la sociedad, sino de los mismos trabajadores ferroviarios, que desde sus
organizaciones sindicales y su experiencia laboral reclaman volver a los
tiempos de esplendor de ese sector, pero que la abrumadora propaganda oficial
de entonces, para justificar su privatización, presentaba como algo desastroso
por lo que había que sacárselos de encima como trapo con piojos. Lo mismo se
hizo con YPF, ENTEL, Aerolíneas, Austral, Gas del Estado, SEGBA, Agua y
Energía, Obras sanitarias, Correo Argentino, Somisa, Acindar, Puertos, Autopistas,
Rutas y sigue y sigue . . .
La debacle y el desguace
operados por el neoliberalismo sobre nuestros Ferrocarriles llevó aparejada
tanto la perdida de 150 mil puestos de trabajo como la desaparición de miles de
pueblos del interior que se quedaron sin conexión, aislados del resto del país
y abandonados a su propia suerte.
El desmantelamiento de
los talleres ferroviarios fue la frutilla del postre del baratillo
privatizador, donde hoy aún podemos ver los cementerios de aquellas
fundamentales industrias radicadas en Liniers, Villa Lynch, Tolosa, Cruz del
Eje, María Juana y tantos otros lugares, con sus osamentas expuestas como
testigos de aquel genocidio material.
Como obligada consecuencia
de ello, se originó el crecimiento exponencial de un gremio que sobresaturó las
rutas con sus camiones de transporte con el peligro que ello implica. Una
corporación manejada por nepóticos burócratas como si fuera un feudo familiar,
y que se jactan de desabastecer el país cuando se les antoja . . .
La recuperación de
nuestros trenes montada al corcel de las grandes decisiones del gobierno como
es el caso paradigmático de YPF, será determinante en la reconstrucción de
la empresa como parte de nuestra identidad, para que tanto los
trabajadores como los usuarios reconozcan el esfuerzo que significa su vital
importancia económica, social y estratégica.
Eso es soberanía,
marcada a fuego desde su nacimiento con aquellos Ferrocarriles de origen inglés
hasta su nacionalización en 1948 por parte del General Perón. Algo que no
condice con el estado actual del
transporte ferroviario que es una afrenta a nuestro sentir nacional, una
decadencia que presenciamos y nos duele profundamente. Sumado a la deplorable
manera en que el usuario debe viajar, poniendo en riesgo diariamente a miles de
seres humanos.
Durante todos estos
años de restauración económica, la infraestructura del transporte concesionado no acompañó en absoluto esa
evolución. Los trenes en manos privadas son una calamidad. Se viaja en formaciones con un material rodante arcaico en tiempos en que la realidad dicta los cursos prácticos y
los medios se encargan de la teoría.
Su recupero significará
una medida determinante a favor de los millones de usuarios. Y beneficiará directamente a la producción del país, porque achicaría
sustancialmente los altos costos del transporte privado de cargas, en un
momento de necesario despegue para terminar de dejar atrás una de las crisis
más profundas que vivió la
Argentina.
Ello posibilitará que
se mejoren realmente las condiciones en que viajan los trabajadores, que son la
inmensa mayoría que utilizan los transportes públicos. En eso el tren es
imprescindible. El transporte en general, ya sea aéreo, terrestre o marítimo,
como la Salud
pública, la Educación,
la Justicia,
la Seguridad,
en ninguna parte del mundo dan ganancia. El neoliberalismo entiende que sí, por
eso sus servicios son siempre para un sector privilegiado, y al resto que Dios
lo ayude, si quiere. Sólo quienes los utilizan saben dimensionar la
imperiosidad de esa trascendental medida, por el hartazgo que experimentan
todos los días. Convivir con esa decadencia lleva a despreciar esas
instalaciones, esos vagones vetustos, que no parecen pertenecerles. Esas
empresas que hace años se han adueñado de lo nuestro, son las que los obligan a
transportarse de manera inhumana, y que los alejan de la concepción de un
ferrocarril nacional sentido como propio.
Todo esto no implica desconocer los enormes esfuerzos que el Estado
Nacional viene llevando adelante desde 2003 para mejor el transporte
ferroviario. Pero es necesario remarcar que sin una estatización del ferrocarril, esos
esfuerzos terminan siendo vacuos, ante la inoperancia y la
angurria de las empresas privadas. Su obsesión es la ganancia, mientras más
desmesurada, mejor, por lo que la calidad del servicio que prestan al pasajero
no cuenta para nada. Lo que el Estado destina no llega al usuario sino
intermediado por estos inescrupulosos concesionarios; llámense TBA, Metrovías o
Ferrovías. Todos han demostrado su inoperancia, y su perversidad para dinamitar
un servicio primordial de la
Nación.
Estatizarlos significará una mejor utilización de los
recursos que el Estado invierte, y permitirá que los trabajadores y los
pasajeros puedan recuperar una identificación definitiva con este emblemático
patrimonio nacional, para que nuestros trenes no sigan siendo la gallina de los huevos de oro de los grandes
gruposgallina de los huevos de oro de los grandes gruposcaja negra de
los grandes grupos corporativos.
Sino, lamentablemente y parafraseado, se seguirá dando aquello de: las deudas son de nosotros, las ganancias son ajenas . . .
Laborde. Cba. Arg.
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