sábado, 9 de agosto de 2014

El tren. Por Delsio Evar Gamboa


 Dedicado a Estela y a Guido... y al rotundo triunfo de la vida sobre la muerte!!!Una historia de vida..., y heridas que no cierran..., y sangran todavía.



Cuando uno está parado en el andén, y ve pasar el tren bastante cerca, de repente irrumpe delante de los ojos una catarata de caras como un torrente interminable. Imprevistamente el tren se termina de golpe, y es como un arrebato, un frenesí, y de todos los rostros que se han visto, hay uno o dos que se quedan grabados. Grabados en detalle, por lo menos por un buen rato, porque esas son las caras a las que se les encuentra algo. . . 
Este era el caso de ese muchacho, uno más entre los muchos que en nuestro país se han sentido y se sienten como extraños de sí mismos. . . o como incomprensibles náufragos en tierra firme. No buscaba nada en especial, ni él mismo se lo podía explicar, pero había algo que íntimamente lo llevaba como a querer hurgar siempre en el semblante de cada pasajero o transeúnte que se le cruzara.Lo que no faltaba nunca en su casa eran argumentos para convencerlo, para no dejarle ningún lugar a dudas. Y el tenía ganas de creer.No obstante, cuando alguien se bajaba del tren, o veía irse a ese chico de pulóver rojo, le parecía descubrir algo conocido en la forma de caminar, de mover los brazos, algo a veces como exagerado, así . . . como él camina. Entonces sin causa aparente, era como que le dolía, sin saber bien por qué, ver cómo el de pullóver se alejaba, y siempre le quedaba una sensación de vacío inexplicable.A los diecinueve años se enteró. Le dijeron que sí, que era verdad que había sido adoptado, pero que no le habían dicho nada para protegerlo. Para cuidarlo. Y él, muy a su pesar, les quería creer. . . Como viajaba cotidianamente, era muy común que estando sentado dentro del tren, en algún momento de tanto mirar entre ese mar de caras indiferentes, desconocidas, sorprendiera a alguien que distraídamente se rascaba la cabeza. Pelo lacio y castaño, como el suyo, y era inevitable que le clavara la vista indefinidamente, y de tan absorto, se pasaba de estación. Se olvidaba de bajar por quedarse mirando fijamente una cabeza recién rascada. Y no podía de ninguna manera darse una explicación coherente de ese extraño comportamiento, que a todas luces, lo superaba.En la casa -ante sus dudas y preguntas cada vez más puntuales e inquisitivas- le decían que sus padres biológicos lo habían abandonado. Que nadie lo había reclamado jamás. Que no podía esperarse nada de gente que abandona a un hijo y se olvida para siempre. Y él todavía tenía ganas de seguir creyendo . . . pero se dijo a sí mismo, que ahora más que nunca, debía continuar hasta saber toda la verdad.Cuando al fin halló su real identidad, gracias al incansable trajinar de las Abuelas de Plaza de Mayo, y reencontró a su verdadera familia, abuelos, primos y tíos que lo estaban buscando desde hacía más de treinta y cinco años, a partir del momento mismo en que los esbirros de la Dictadura Militar, en medio de la noche, a punta de ametralladoras y ebrios de impunidad, secuestraron y desaparecieron a sus padres, y siendo apenas un bebé fue sustraído por los represores, al igual que cientos de niños recién nacidos o nacidos luego en los campos de concentración, que aún hoy son incansablemente buscados por su familia biológica, como por arte de magia cambió su vida. Ahora si mira una cara es porque es de una chica linda, o porque de ella algo le llama la atención, o porque descubrió que le encanta mirar a la gente. Si, cambió su vida, y cambiaron de sentido sus viajes en tren. Dejó de buscarse en cada pasajero que se le cruzaba. Empezó a disfrutar de cada uno de ellos sin pretender encontrarse en ninguno . . . porque al fin, definitivamente . . . ¡se ha encontrado a sí mismo!

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